domingo, 29 de julio de 2012

Peces rojos.





Peces rojos brotan del fondo de todos los abismos, peces rojos que emergen con fuerza, arrojados hacia todos lados, peces hirientes como lanzas ¿podés decirme qué necesidad había de apartarlos de esa corriente subterránea que quizás los condujera  a una desembocadura tan lejana e imperceptible como el vacío? Ahora nos golpean estos chorros sanguinolentos, pesados y hediondos, como si estuviésemos siendo atacados por una plaga de Egipto, pero no es furia divina lo que se nos manifiesta, no, sino pura ignorancia nuestra; realmente desconocíamos la cantidad de peces rojos que existían en las profundidades, incluso puede ser que estemos alucinando  muchos de los tantos cardúmenes del color del fuego que se amontonan en esas hendiduras que nunca pudimos cerrar y con la presión salen disparadas y chocan contra las paredes rocosas de la caverna, sonando como cachetazos remedados por el eco . Sin embargo, muchos fueron peces reales, que engullimos prefiriendo no saborear, que engullimos sin sacarles las espinas; peces que no eran buenos y comenzaron por desmoronarnos para luego rebelarse contra nosotros, peces que afloramos y se multiplicaron solos, por el furor del momento.  Pero aunque los imagináramos con parcialidad o totalidad, o no los imagináramos, todo esto nos duele por su contundente presencia, nos resquebraja el corazón; no queremos una avalancha de peces rojos, pero tampoco podemos dejarlos estar en el fondo de todos los abismos, nadando sin aspavientos y reproduciéndose como quien no quiere la cosa. Y es que no debería haber abismos, deberíamos tener la superficie llana e ininterrumpida, persistente en su solidez sobre venas que no tienen que contaminarse por ser el núcleo inconsciente de lo que nos pasa. 
De pronto te miro a los ojos, resplandecientes, y entre todo el arrebato y la decepción nos sentimos más conectados que nunca y te reencuentro; tras unos pasos indecisos te tengo próximo y te acaricio la cabeza, llena de pelo rizado y oscurísimo.  Nuestro abrazo calma la tempestad piscícola, aspiro el olor de tu pecho y es como si la tierra succionara las corrientes. Entonces cientos de miles de peces rojos agonizan en el piso, entre sacudidas y coletazos, y uno a uno los vamos poniendo sobre la mesa para abrirlos, rasparles las escamas y extraerles las agallas, y aunque es un trabajo arduo, frisándolos en bolsas vamos a tener comida para toda la cuaresma.

1 comentario:

  1. Este relato que en sí es una verdadera tempestad (término que robo al texto) de "metáforas", me ha dejado inquieto, me ha dejado... pensando. Gracias Belén

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