Volver a caer presa de su barba
kilométrica, trepar hacia Rapunzel… sentir mis latidos por primera vez en el
tacto de la rústica piedra de la torre, padecer los espinos tras el clímax en
el cuarto imposible.
Padecer el clímax en el sol de ese
tiempo remoto y tan constante como cada mísera mota de polvo, de mugre en mi
conciencia mugrienta de torbellinos de mugre y de sus mugrientos fantasmas que
percuden mis ratos en la ducha, la heladera, los horizontes estivales,
sobretodo los estivales; los amaneceres y anocheceres y las noches, sobretodo
las noches estivales. Porque nacimos no sé de quien. Pero nacimos en verano.
Comitativamente, que lo admita y que le duela, que él tampoco pueda mirar el
mar sin saberlo del todo ebullido, que no pueda derretirse en un aplastamiento de
cuarenta y cinco grados sin sentir noventa.
Porque nació tan encastrado en mi
carencia… el verano sedimentó los caracteres.
Morimos indisolubles.
El verano y la farsa del tiempo ¿su
cara raspa? ¿Los lentes negros? Mi mano
se mece en otro aire caliente, mi mano no es mi mano que su barba hería. El
sudor es incompleto, el verano… un
simulacro triste. Es otra otra pesadez, otro sopor. Otra mugre. Otro tipo de
risa más lúgubre. Verano y verano no deberían tener el mismo nombre. Yo y yo,
tampoco. A lo sumo verano sobrante, a lo sumo, yo excluida.
Me gustaría rescatar alguna sombra.
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